Los impulsores de la Revolución Francesa tuvieron una ‘agenda secreta’ para crear una religión que sustituyera al cristianismo. Robespierre quería una fe basada en mitos egipcios. Su proyecto tenía su origen en una vieja leyenda: París fue fundada por la mismísima Isis.

Por Javier Sierra

Al falso conde de Cagliostro, un pícaro italiano que supo ganarse el favor de la nobleza europea del siglo XVIII, se le atribuye una extraña profecía. A finales de 1786, Cagliostro se había refugiado en Londres después de que un intento de estafa al obispo Rohan, capellán del rey Luis XVI de Francia, hubiera manchado su reputación. Y desde las orillas del Támesis, lejos del escándalo y resentido, redactó un texto titulado Lettre au peuple français. En él urgía a los ciudadanos de París a una revolución pacífica, los invitaba a convocar los Estados Generales, a destruir la prisión de la Bastilla y a que la reemplazaran por un templo consagrado a la diosa Isis.
Todo, a excepción del pacifismo, se cumplió. Su revolución se consumó sólo tres años más tarde. E incluso su extraña solicitud para que se levantara un lugar dedicado a una divinidad pagana, se llevó a término con extraña celeridad. Es una de mis historias favoritas.

VIEJOS PLANES EGIPCIOS.

El asalto a la Bastilla del 14 de julio de 1789 marcó el inicio de la Revolución Francesa. Casi un millar de ciudadanos descontentos se abalanzaron sobre los muros que retuvieron a Voltaire o al hombre de la máscara de hierro, conquistándola. Hasta ahí la historia es conocida. Lo que ya no lo es tanto es que, al día siguiente, un contratista local llamado Pierre François Palloy empezó su demolición, dejando sus cimientos al aire en sólo un mes. ¿Qué iban a hacer con aquellas piedras? La primera idea que manejó fue, curiosamente, la construcción de una pirámide a imitación de las egipcias. Pero Palloy no asumió el proyecto y éste terminó arrinconándose por falta de fondos. Pasaron cuatro años hasta que la máxima autoridad de la ciudad retomara la idea, dándole algunos retoques.
Corría 1793. Robespierre era ya el señor de París, la Revolución se había consumado y una de las mayores preocupaciones de su gobierno era la de dotar a la ciudadanía de nuevos símbolos en los que confiar. La corona y la cruz eran recuerdos de otro tiempo. Había que inventar otras referencias para el pueblo. Y Robespierre puso esa tarea en manos de su nuevo ministro de propaganda, el pintor Jacques-Louis David.

Como era de esperar, su primer objetivo fue la Bastilla. A toda prisa diseñó una fuente de seis metros de alto en la que la figura principal era una enorme diosa Isis, sentada sobre un trono custodiado por dos leones. Cagliostro jamás la vio. Probablemente, ni siquiera supo de su existencia. Un golpe de mala fortuna lo hizo caer en manos del Santo Oficio italiano, que lo encerró en el remoto castillo de San Leo, al norte de Italia, acusado de herejía. Si hubiera podido, el Papa hubiera arrestado también al ministro David. Sabía de su intención de crear sobre los cimientos de la Bastilla una especie de gigantesca pila bautismal en la que la ciudadanía parisina podría beber de los pechos de su enorme Isis y descristianizarse.

Hoy casi ningún libro de Historia menciona aquella fuente de la regeneración, y mucho menos los planes que se diseñaron para aquel monumento ya desaparecido. Junto a Robespierre, David sembró allí mismo la semilla de una nueva fe llamada a sustituir a la cristiana: la llamaron la religión de la razón. Ese mismo invierno, las calles de París se llenaron de extrañas manifestaciones públicas. Conocidas actrices de la época, como las damiselas Aubry, Maillard o Lacombe, se vistieron de blanco, túnica azul y gorro frigio rojo, y fueron entronizadas como diosas del nuevo culto. El 7 de noviembre, una de aquellas hordas obligó al obispo de París a retractarse de su fe, y el día 10 asaltaron la catedral de Notre Dame de París para reinstaurar, decían, los ritos originales de aquel lugar: los de la diosa Isis, divinidad que ellos creían fuente de toda razón.

DIOSA DE PARIS.

A aquellos revolucionarios les asistía un puñado de viejas tradiciones. Algunas procedían de principios del siglo XIV, como un manuscrito conservado en la Biblioteque Nationale de París en el que se ve a una dama llegando en barca a la ciudad, siendo recibida por clérigos y nobles. La inscripción que acompaña al dibujo no deja lugar a duda: «La muy antigua Isis, diosa y reina de los egipcios».

Su imagen llegando a donde se asienta la catedral de París fue tan evocadora que ya los primeros escudos de armas de la ciudad incluyeron la barca de Isis en sus diseños. Jacobus Magnus, un fraile agustino del siglo XV, dio incluso una pista más. Habló de un templo a Iseos (Isis) construido a orillas del Sena, donde hoy se alza la iglesia de Saint Germain des Prés. «París debe su nombre a la siguiente circunstancia -escribió-: Parisius quiere decir igual que Iseos (quasi par Iseos)». Sin embargo, fue Court de Gebelin, un famoso egiptólogo y escritor del siglo XVIII, el que poco antes de estallar la revolución desveló que la embarcación con la que Isis llegó a la ciudad se llamaba Barís, y que fue el fuerte acento del norte lo que hizo el resto, convirtiéndola en París.

PIRAMIDOMANIA REVOLUCIONARIA.

A partir de ahí toda la obsesión de los poderes públicos fue sembrar la capital de imágenes egipcias.Robespierre no perdió la ocasión de celebrar multitudinarias reuniones populares en las que alzaba pirámides de honor en recuerdo de los mártires de la revolución. La primera se levantó el 14 de julio de 1792 en el Campo de Marte. Después vendrían otras en las Tullerías, e incluso algunas terminaron adornando jardines donde aún siguen. Como la del Parque Monceau, encargada por el Gran Maestre masón del Gran Oriente de Francia Felipe de Orleáns al arquitecto Poyet. Allá sigue.
Esa rara obsesión por convertir París en una ciudad egipcia en el corazón de Europa no se extinguió con la caída del directorio revolucionario. Napoleón, entonces un joven y prometedor general, había estado un año entero en Egipto, e incluso había pasado una noche a solas dentro de la Gran Pirámide. Y bajo su gobierno, París siguió embelleciéndose con esfinges, cuadros de inspiración faraónica y reproducciones de obeliscos. Él mismo eligió la silueta de una abeja como símbolo de su realeza, el mismo icono que usaron los faraones miles de años antes. Incluso dio por ciertas las leyendas que vinculaban su capital con Isis y las estableció como verdad histórica incuestionable. La inconfundible efigie de la diosa no tardaría en aparecer en uno de los patios del palacio del Louvre.
Pero semejante programa iconográfico no se detuvo ni siquiera con la caída de Bonaparte. De hecho, cuando en 1814 el hermano menor de Luis XVI, Louis-Stanislas Xavier, fue investido rey de Francia bajo las buenas artes de Tayllerand, el programa de egipcianización de París continuó con más fuerza que nunca. El nuevo Luis XVIII fue masón. Como los impulsores de la Revolución Francesa. Y heredó de ellos un gusto por los símbolos ancestrales que traspasó a Carlos X, su sucesor.

En 1827, Carlos X encargó a Jean-François Champollion, el hombre que había descifrado los jeroglíficos egipcios, la tarea de traerse un obelisco de 3.500 años de antigüedad para emplazarlo en el lugar donde una vez estuvo la guillotina. Pareciera que los gobernantes franceses tuvieran la imperiosa necesidad de decorar con motivos egipcios ese sector de París, pues en 1889, con motivo del primer centenario de la Revolución Francesa, se hizo público el proyecto del arquitecto Louis-François Leheureux de levantar una pirámide coronada por una estatua de Napoleón. Jamás se ejecutó. Pero no por casualidad, ése fue el mismo lugar elegido por la Administración Mitterand para inaugurar en 1989, con motivo del bicentenario de la Revolución, la hoy famosa pirámide de cristal del Louvre.

¡Ay, si Cagliostro levantara la cabeza!